Muy bien, ya hemos llegado. Ahora detente y recoge una piedra. Cualquiera. Tal vez la elijas por su color o por su forma, por alguna característica peculiar o simplemente por su vulgaridad. Da igual. ¿Esa? Perfecto. Ahora gírala sobre tu mano. Familiarízate con ella. Advierte su color, su contorno, sus hendiduras. Poco a poco la piedra empieza a cobrar otra realidad para ti. Sigue explorándola. Percibe su temperatura y su textura. La piedra está tornándose cercana. Quizá te des cuenta de que comienzan a entrar en juego otros factores mentales… Posesión. Recuerdos. Sentimientos. Juicios estéticos. No dejes que se aferren. Prueba a mantener la atención aquí, en esta piedra. La piedra es siempre otro: maravilloso y misterioso. Como tal, puede ser un amigo y no simplemente una prolongación de ti mismo.
Aparece la ternura. Empiezas a preocuparte por la piedra. Consagras solicitud al objeto. Desde un punto de vista materialista, esto es absurdo, ¿no? La piedra carece de valor monetario y de una mínima utilidad. ¿Para qué te sirve esta piedra? ¿Qué ganas con ella? ¿Para qué la has cogido? Y siendo así… ¿Por qué la solicitud? No deberías preocuparte por conseguir que se te devuelva algo. No deberías tener sentimientos de ternura por algo con el fin de que seas capaz de venderlo o de usarlo. Sencillamente intenta apreciar la piedra en sí misma. En algunos aspectos, una piedra es en especial fácil de cuidar porque no pide nada a cambio… La piedra no considera. La piedra no exige que pagues una cantidad. ¡La piedra no quiere nada! Y ahora estarás pensando: “¿y cómo se cuida algo que no me pide nada a cambio?”. Y a continuación surgirá la tentación de preguntar: ¿Es la piedra un terapeuta? ¿Es la piedra el mejor terapeuta?
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