viernes, 27 de noviembre de 2015

Hijos adolescentes

Hablamos de la adolescencia y parece que hablamos de una enfermedad. La imagen negativa que de ella se tiene en nuestra sociedad resulta cada vez más extrema. Se la considera como un etapa de conflictos, de ruptura, de enfrentamientos, “la edad difícil” o de la “rebeldía”, asociándose fundamentalmente al mal comportamiento y a problemas. Algunos padres me transmiten incluso la idea de estar ante una especie de trastorno mental, y por tanto interpretan todas las nuevas conductas de su hijo como algo negativo, como un retroceso en la maduración que es necesario “combatir” y “curar”. Esta manera de ver la adolescencia casi como una enfermedad hace que se comporten en consonancia intentando combatirla reprimiendo y silenciando los “síntomas”. Esos síntomas son en realidad conductas la mayor parte de la veces normales para la edad y que cumplen una función necesaria para el desarrollo personal. Es así como se explican algunas actitudes negativas de muchos padres de hijos adolescentes: la imposición y el autoritarismo, la incomprensión, la falta de respeto, la intolerancia, la impaciencia, la desconfianza, el miedo a que “se le vaya de las manos”... Acaban convirtiéndose en padres que en vez de ayudar a los hijos a ejercitar las nuevas capacidades (reflexión, sentido crítico, razonamiento, autonomía moral, intimidad, apertura a la amistad, etc. ) se dedican, con la mejor intención, a frenarlas. De este modo no sólo se retrasa la maduración del chico sino que además se producen situaciones de incomunicación y de conflicto. Entiendo perfectamente que es mucho más fácil aconsejar desde la barrera que actuar cuando uno está “dentro”.


Los adolescentes suelen tener reacciones imprevisibles, alocadas, muestran una gran impaciencia, se muestran extremos, con tendencia a la pereza, a lo fácil, a aplazar tareas, al desorden y a no seguir planes y horarios... Todo eso puede ser más o menos normal, pero afecta y desestabiliza bastante a quienes conviven con ellos. Pero también es cierto que si uno conoce y acepta estos cambios, y los encuadra dentro de un crecimiento y maduración necesarios, podrá mitigar mucho más todas esas rumiaciones tan perjudiciales que surgen cuando se personaliza y se “patologiza” cualquier comportamiento. Y sobre todo, quizá así puedan acercarse, de otro modo, a sus hijos.



martes, 24 de noviembre de 2015

Sobreprotección

¿Es mi hijo el que no está preparado para el fracaso o soy yo como padre el que no puede aceptarlo? La sobreprotección nunca lleva a nada bueno...


martes, 10 de noviembre de 2015

Tan joven y tan mayor

MUNDO FELIZ
“Mi caso le va a resultar imposible, tengo diagnosticado un trastorno depresivo mayor. He leído que eso es bastante grave, y la verdad es que usted... no sé, pero me parece aún demasiado joven para enfrentarse a algo así, ¿no cree?”. El paciente se presenta de esta forma. Primera prueba de contención. Le devuelvo una imagen de calma. Luego intento indagar en su historia vital, elaborando una especie de mapa que nos sitúa a los dos en un escenario nuevo, y empieza a surgir la sensación de que uno ya no es tan joven ni ese diagnóstico adjetivado con la palabra “mayor” está a la altura de tan ominoso nombre. Y eso no quita que, en efecto, la depresión sea una de las dolencias más crueles que se pueden sufrir. De hecho son muchos los que afirman que el dolor emocional es peor que cualquier otro padecimiento. Sin embargo, una gran parte de lo que se considera trastorno depresivo mayor en realidad no es ni “trastorno”, ni “depresivo” ni “mayor”. La tendencia a la inflación diagnóstica a la que ya me he referido alguna vez suele crear una epidemia falsa que repercute en cuantiosos ingresos para la industria farmacéutica. La transformación de una tristeza normal en una depresión clínica nos ha convertido en una población sobremedicada y devoradora de pastillas.

                              

En esa historia vital del paciente aparecen siempre acontecimientos duros y potencialmente desestabilizadores. Lo normal es que sean problemas o situaciones que obviamente producen tristeza. Pero como también ya he dicho en alguna que otra ocasión, tristeza no es sinónimo de enfermedad. No existe un diagnóstico para cada desengaño ni una pastilla para cada problema. Las dificultades de la vida no se pueden eliminar por decreto y nuestras reacciones ante ellas no siempre se deberían ver como un problema médico. Habitualmente nos recuperamos, lamemos nuestras heridas, movilizamos nuestros recursos y salimos adelante. No hay que olvidar que la capacidad de sentir dolor emocional tiene un valor adaptativo, con la misma finalidad, en cierto modo, que el dolor físico: indicarnos que algo va mal. Incluso un joven psicólogo intuye que sin conocer la tristeza no se puede conocer la alegría. El “Mundo Feliz” de Huxley ya nos mostraba lo rápido que la ausencia de dolor se traduce en muerte cerebral.

jueves, 5 de noviembre de 2015

Otros trajes

"...seguimos con los gastados vaqueros que llevamos únicamente porque son muy resistentes, aunque no los consideremos en absoluto cómodos o elegantes, o con la insoportable falda estrecha que nos ponemos porque sirve como una especie de uniforme de trabajo, aunque la verdad es que es bastante incómoda... Cada día cogemos la misma prenda y nos la ponemos, mientras el fondo de armario sigue ahí, esperando que un día nos atrevamos a poner otro vestido u otro traje y comprobemos que nos sienta bien...."