martes, 10 de noviembre de 2015

Tan joven y tan mayor

MUNDO FELIZ
“Mi caso le va a resultar imposible, tengo diagnosticado un trastorno depresivo mayor. He leído que eso es bastante grave, y la verdad es que usted... no sé, pero me parece aún demasiado joven para enfrentarse a algo así, ¿no cree?”. El paciente se presenta de esta forma. Primera prueba de contención. Le devuelvo una imagen de calma. Luego intento indagar en su historia vital, elaborando una especie de mapa que nos sitúa a los dos en un escenario nuevo, y empieza a surgir la sensación de que uno ya no es tan joven ni ese diagnóstico adjetivado con la palabra “mayor” está a la altura de tan ominoso nombre. Y eso no quita que, en efecto, la depresión sea una de las dolencias más crueles que se pueden sufrir. De hecho son muchos los que afirman que el dolor emocional es peor que cualquier otro padecimiento. Sin embargo, una gran parte de lo que se considera trastorno depresivo mayor en realidad no es ni “trastorno”, ni “depresivo” ni “mayor”. La tendencia a la inflación diagnóstica a la que ya me he referido alguna vez suele crear una epidemia falsa que repercute en cuantiosos ingresos para la industria farmacéutica. La transformación de una tristeza normal en una depresión clínica nos ha convertido en una población sobremedicada y devoradora de pastillas.

                              

En esa historia vital del paciente aparecen siempre acontecimientos duros y potencialmente desestabilizadores. Lo normal es que sean problemas o situaciones que obviamente producen tristeza. Pero como también ya he dicho en alguna que otra ocasión, tristeza no es sinónimo de enfermedad. No existe un diagnóstico para cada desengaño ni una pastilla para cada problema. Las dificultades de la vida no se pueden eliminar por decreto y nuestras reacciones ante ellas no siempre se deberían ver como un problema médico. Habitualmente nos recuperamos, lamemos nuestras heridas, movilizamos nuestros recursos y salimos adelante. No hay que olvidar que la capacidad de sentir dolor emocional tiene un valor adaptativo, con la misma finalidad, en cierto modo, que el dolor físico: indicarnos que algo va mal. Incluso un joven psicólogo intuye que sin conocer la tristeza no se puede conocer la alegría. El “Mundo Feliz” de Huxley ya nos mostraba lo rápido que la ausencia de dolor se traduce en muerte cerebral.

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