Para algunos, invocar el recuerdo de las desgracias pasadas es como una inmensa caja sin fondo de la que extraen un flujo inagotable de resentimiento, o incluso de ira, odio y deseo de venganza. Su susceptibilidad les lleva a reaccionar con crispación ante la más mínima crítica. El menor reparo que se ponga a sus acciones es inmediatamente elevado a la consideración de gran ofensa. En un segundo ven malas intenciones en las personas que están a su alrededor y, progresivamente, en todo el mundo. Por doquier intuyen complots y hostilidad. Están persuadidos de ser objeto de desprecios y vejaciones sin tregua ni descanso.
A la retórica victimista, que tiende a agotarse con sólo explicarse a sí misma, hay que responder buscando soluciones razonables, alternativas viables. Y para eso hay que empezar por expresar las dificultades en términos que admitan la propia superación… Y es que uno de los primeros efectos de la tediosa machaconería sobre los propios problemas es que nos impide distinguir bien entre lo que nosotros podemos cambiar y lo que está fuera de nuestro alcance: en la obsesión victimista todas las adversidades se viven como una sentencia inapelable de un negro destino.
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